Víctor del Río
 
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“Escombros: Átomos de ruina, cicatrices del suelo”, en Darío Villalba. Superficie interior, Burgos, Centro Cultural “Casa del Cordón” / Área de cultura, 2001, pp. 11-17, ISBN: 84-87152-71-6.

 

Escombros: átomos de la ruina, cicatrices del suelo
Víctor del Río



Toda cicatriz es en realidad un recuento de hechos, o si se prefiere, es un signo condensado de la experiencia del dolor. Quizá la obra de Darío Villalba pueda contemplarse como una larga colección de cicatrices visuales, es decir, signos de una incisión que aflora en la superficie de la imagen. No hay necesariamente un sentido trágico en ese proceso, sino una forma de contener la experiencia. En el ejercicio de la mirada pervive una dialéctica entre la aparición y la superficie. Las “apariciones”, aquellas imágenes capaces de insuflar el asombro, se recortan sobre una superficie. Su potencial para producir asombro reside en ese juego con una epidermis de la imagen 1 . En el esmalte fotográfico que congela el gesto, indefectiblemente, nace el desgarro. En la aparente perfección del hecho fotográfico, en su neutralidad, es donde habita un estigma perturbador.

Las nuevas obras de Darío Villalba siguen siendo fruto de un asombro poco habitual en un artista de tan larga trayectoria. El asombro parece provocar siempre un movimiento de retracción, una retirada estratégica que trata de confirmar la “aparición” para fijarla en forma de imagen. El paso atrás de los pintores y los fotógrafos pretende ceder el protagonismo a la mecánica de la escena, parece hacer sitio a la aparición e interponer una distancia que actúa como filtro interpretativo. Sólo así es posible congelar el momento. Ese retroceso es el lugar donde nace una perspectiva  que puede ser tanto geométrica como sentimental. Curiosamente, si algo podría caracterizar la actitud de Darío Villalba sería una geometría sentimental, un constante y preciso calibrado de la distancia que nos impone la imagen.

Lo que aparece en escena ha de presentarse de manera inesperada y nítida. En esto la memoria tiene sus propios encuadres. Recordamos y reconocemos los impactos de imagen incrustados en nuestra memoria como cicatrices. Hemos tratado en otras ocasiones la manera en que Darío Villalba produce su obra 2 . El proceso de recolección de imágenes es un verdadero vagar por los “bosques de símbolos” baudelerianos, en este caso cristalizados en imagen. Los motivos que aparecen en su repertorio tienen su propia historia o llevan asociada una biografía. Pero la dimensión biográfica de la imagen presenta dos vertientes: una que alude al proceso creativo como vivencia del propio artista y otra que se refiere a los avatares de la imagen a través de ese proceso. La costumbre de reducir cada acontecimiento al recinto de la fotografía es ya una práctica masiva de la conciencia.            

Fotografiamos compulsivamente capítulos de nuestra vida y el rectángulo estándar en el que confinamos nuestras visiones acaba por imponerse como el molde de la experiencia. Nuestras representaciones acaban siendo verticales o apaisadas, pero siempre inscritas en un rectángulo. Son fragmentos de realidad. A través de la fotografía, convertimos pictóricamente esa realidad en cuadro, la enmarcamos en escenas que se suceden articuladas sólo por una coherencia íntima y biográfica. Ésta sería la manera en que Darío Villalba ha construido su imaginario a través de los documentos básicos. Pero la autobiografía en este caso no es solo una anécdota cotidiana y personal, sino un relato implícito en la imagen, un discurrir voraz de la mirada por el entorno. Las imágenes grabadas en la memoria son reutilizadas en su obra de forma que la presencia de lo subjetivo se codifica en una autobiografía de la imagen 3 . En ese devenir biográfico la accidentalidad del encuentro con la imagen provoca lo que Darío Villalba ha denominado “acronología”, es decir, la presencia virtual y simultánea de las visiones en su imaginario como recurrencias de trabajo. Ese reciclaje se traduce en intemporalidad. Darío Villalba señala en más de una ocasión cómo el encuentro casual con algunas de sus imágenes le permite desarrollar una nueva generación de obras. Es el caso de su reencuentro en 1980 con los documentos básicos originarios de los sesenta, o las series derivadas de la postal de La caída de los condenados sobre la que trabajó en 1992.4

Ese procedimiento de apropiación de imágenes es ciertamente una acumulación de fragmentos. Y es en la esencia fragmentaria y fragmentadora de la fotografía donde Darío Villalba ha construido las bases de su discurso. En las nuevas obras todo ello adquiere un sentido también nuevo porque se superponen dos niveles de fragmentación: uno formal debido a la propia esencia del “cuadro” que limita la visión en sus dimensiones concretas, y otro simbólico, en la elección de sus motivos (escombros y fragmentos de tierra). Pero la nueva propuesta de Darío Villalba, aun con una estrategia de fragmentación, está enteramente asentada sobre un acto de la mirada completo y finito, un golpe de vista que acaba en sí mismo. En esto rompe también con momentos anteriores de su trayectoria con los que podría tener algún parentesco formal en una cercanía a lo pictórico.

Es el caso de sus cuadros bituminosos de 1978. La aparición inesperada de aquella serie completamente cegada y sin imágenes figurativas reveló la presencia magmática de la pintura como fondo de la actuación artística. Se trataba de cuados de gran formato (entre los 2 metros por 2,5 metros) en los que la superficie aparece completamente recubierta de pintura negra o gris y en la que los ritmos de aplicación de la materia describen las únicas variaciones sobre una superficie homogénea. Los bituminosos representaban un viraje hacia la pintura después de una época de intensa presencia de lo fotográfico. En este aspecto Darío Villalba fluctúa permanentemente en esa doble tendencia, entre dos extremos de un espectro de la saturación. En algunos casos la fotografía se desnuda por completo exhibiendo su pura gestualidad, seguidamente suceden momentos en los que la pintura se adueña del espacio del cuadro.

En marzo del 2001 pudo verse en el Centro Gallego de Arte Contemporáneo la práctica totalidad de sus documentos básicos en una magnífica exposición que dejó constancia de la juventud y la palpitación interna de su obra. La muestra abarcó piezas fechadas desde 1962 hasta el 2001. El conjunto de imágenes de pequeño formato cubrió varias salas del museo gallego con la presencia total de una sola pieza. Sin duda el proceso acumulativo parecía destinado a culminar en una presentación unánime de todas estas visiones.5 Tras ese trabajo de revisión y exhumación de su propio archivo fotográfico no parece extraño encontrar una decidida vuelta a la pintura y a la materia. Sin embargo, los términos de esa fluctuación tienen carácter distinto en cada ocasión. En las piezas que pueden contemplarse ahora en Burgos, en una primicia envidiable para una ciudad de la periferia artística, reaparecen materiales como el cemento y la pintura bituminosa. Pero lo hacen a través de un tratamiento novedoso dentro de la obra de Darío Villalba.

El encuadre como límite de un fragmento de imagen ha sido una de las herramientas más eficaces en su producción. De hecho, gran parte de las tensiones que se ponen en juego entre pintura y fotografía residen en el uso del encuadre. En otra de las exposiciones decisivas en su trayectoria, la que tuvo lugar en 1994 en el IVAM, se abordaba esta relación de manera paradigmática. El catálogo (aun hoy una obra de referencia fundamental 6 ) ilustraba el proceso de configuración de una imagen a partir de sus documentos iniciales. Allí se contraponían las imágenes de origen en los documentos básicos, fragmentos acotados con rotulador sobre la foto, y su fusión posterior en la pieza de gran formato. De dos maternidades bien distintas, contrapuestas, Darío Villalba obtiene una imagen completamente nueva ampliando sendos fragmentos. Las instantáneas de origen son, por un lado, una foto de un parto en el “primer mundo” (médicos con guantes de goma y madre sonriente en el alumbramiento), y, por otro lado, la imagen de un niño del tercer mundo tratando de mamar del pecho de su madre. ¿En qué medida transporta el conjunto abstracto de su políptico Piel la evidencia de las connotaciones en las fotos originarias? Podríamos decir que en la nueva imagen se anula completamente cualquier rastro reconocible. Por sí solos los dos documentos básicos contrapuestos hacen saltar la evidencia de un contraste de orden moral, dos formas de nacer representadas en dos imágenes de impacto. Pero en la síntesis que lleva a cabo Darío Villalba la violencia y la ambigüedad se traduce en nuevas formas y nuevos estímulos. Esa ofuscación de lo des-figurado, aun cuando se mantiene la textura fotográfica, genera su propia violencia. Una violencia nunca concretada en un motivo, nunca visible en una contraposición tan evidente como la que ofrecían los documentos básicos, pero recreada en la combinación de formas del nuevo cuadro. Es clara la voluntad de sumergir esa recepción de las imágenes en un complejo procedimiento de borrado, de disolución de los anclajes figurativos de la fotografía. En cierto modo se trataría de la transferencia de un tono moral, contenido en la yuxtaposición de dos imágenes, al lenguaje plástico de lo desfigurado. Algo similar ocurre con las piezas construidas a partir de retazos fotográficos. El residuo de la textura fotográfica opera como una trampa receptiva. La obra juega con el bagaje artístico de un espectador informado al presentarse con la apariencia de una obra pictórica abstracta. «Las fotos rotas de los ochenta no conforman collages ni fotomontajes. Por el contrario, operan como pintura, fundiéndose literalmente con ella hasta el punto de que muchas veces la imagen fotografiada y desgarrada se convierte en materia pictórica, en una suerte de magma que se aparta de las señas de identidad figurativa, y, en otras ocasiones, da prioridad a las efigies o fragmentos de efigies...» 7

En las obras que se presentan ahora, y que suponen un nuevo giro en su trayectoria, el fragmento aparece bajo la forma de una entidad completa. Pasa a ser un fin en sí mismo y no un medio para la composición. Pero en ello tiene un papel definitivo el poder simbólico del escombro y la tierra como motivo de estas obras. El fragmento de suelo es abordado sobre un plano que nos coloca en una perspectiva cenital sobre la superficie de materia. Los residuos atomizados de la ruina presentan una cartografía del caos. El escombro es metonimia de la demolición porque retiene algo de su origen. El escombro y la tierra aparecen como restos reconocibles de la destrucción o el abandono. Ese reconocimiento, el rastro de identidad figurativa que reside en lo fragmentario, actúa como un rescoldo simbólico que nos recuerda el origen de esa materia. El fragmento remite a una totalidad desintegrada e implícita. El edificio desmoronado aparece como un reflejo informe en sus cascotes. No podemos reconstruirlo con la imaginación, pero sabemos con toda certeza que aquellas formas proceden de una arquitectura ausente. Esa ausencia del referente tiene la impronta de lo que es irreversible. El escombro es un elemento intensamente connotado. Su hábitat es el suelo, sólo podemos verlo desde arriba como resto de lo que habría de erguirse y que ahora se presenta diseminado a nuestros pies.

En el repertorio de imágenes que recoge a través de los documentos básicos hay una constante predilección por las materias caógenas, los elementos fluidos y tendentes al desorden. La deconstrucción de la forma y la desfiguración son recursos del gesto. Al mirar al suelo y a la tierra aparece un nuevo episodio de la génesis de imagen. En su juego con la congelación de una materia azarosa, Darío Villalba recae ahora en un nuevo tipo de superficie que sólo de forma anecdótica recuerda a la pintura matérica. Y es aquí donde de nuevo Darío Villalba se desmarca de sí mismo (se supera) y emprende un nuevo discurso de la fragmentación. A diferencia de sus bituminosos de 1978, estas obras no son de manera tan clara pintura, sino un híbrido si cabe más sofisticado. Precisamente la dinámica que le lleva a configurar esta nueva gama de superficies desmiente desde dentro cualquier afición por la textura o el juego de la imposición gestual sobre el cuadro propio del expresionismo abstracto o del neoexpresionismo. El diálogo con el fragmento se establece en los términos de una instantánea fotográfica a veces construida con la presencia literal de los escombros como parcelas de suelo arrancadas a la periferia de las ciudades. La inmediatez del gesto pictórico hace que su estructura sea siempre prioritariamente espacial. Pero en la fijación de ese instante de caos Darío Villalba juega con una dimensión temporal como revelan sus constantes estructuras seriales. Por tanto, la gestualidad que se desprende de sus cuadros no es tanto una consecuencia de la mano del artista sino el resultado de una acotación. De hecho, podría decirse que las nuevas piezas de Darío Villalba nada tienen de abstracto, más bien son encuadres verosímiles de una mirada.

La relación histórica de Darío Villalba con el expresionismo abstracto está sobradamente documentada y articulada por él mismo y por quienes han estudiado su obra 8 . En su fondo de reflexión artística está presente El Paso, grupo del que él probablemente es el único sucesor en la generación posterior de una talla artística equivalente. Pero la inversión de términos que opera en su obra recoge los aprendizajes de movimientos artísticos como el Pop y el conceptual que conoce de primera mano. En este aspecto su obra ha asimilado un distanciamiento que Frederich Jameson apuntó en su análisis de la superación de las nociones de expresividad en el arte. El expresionismo sería el residuo de una conciencia escindida entre un interior subjetivo y un exterior de formas. Es decir, el concepto de expresión, que el Pop disuelve con su radical enfriamiento y con sus técnicas apropiacionistas, se construía sobre una duplicidad idealista que afecta a todos los modelos interpretativos y poéticos de la modernidad: la fractura entre lo interno y lo externo, entre profundidad y superficie. Jameson explica este proceso a través de una comparativa de dos obras: “los zapatos de la campesina” de Van Gogh, aprovechado por Heidegger en un emblemático texto El origen de la obra de arte; y los “zapatos de polvo de diamante” de Warhol. «El concepto mismo de expresión presupone una cierta escisión en el sujeto y, con ella, toda una metafísica del exterior y el interior, del dolor acósmico del interior de la mónada, y del momento en el que –a menudo en forma de catarsis– esa emoción se proyecta hacia afuera y se patentiza como gesto o como grito, como comunicación desesperada o exteriorización dramática del sentimiento interior.» 9

Villalba sustituye el acto positivo de la pintura por la práctica del encuadre. La pintura sería según la tradición una disciplina de las imposiciones, o, si se prefiere, de las superposiciones. Darío Villalba invierte ese proceso de manera que su trabajo se convierte en un vaciado de la pintura. En esto sus imágenes son casi siempre “negativos”, huellas de lo ajeno. Huellas de un azar paradójicamente controlado. Sería fácil derivar de esto una lectura religiosa a la manera de Stainer en la medida en que “lo otro”, una mano ajena a la del artista, está presente en la obra como configuradora eficiente de la imagen. Sin embargo, su reconocimiento como partícipe de un contexto cultural católico debe ser abordado como un fenómeno implícito en el lenguaje artístico y no tanto en las evocaciones más obvias de su imaginería. Ante este tipo de interpretaciones su reacción ha sido siempre la de volver a un análisis de orden lingüístico: «En un momento la crítica quiso verme como un poeta del dolor, olvidando mi connotación metafísica y lingüística, lo que no me parece acertado. Aunque hay en mis cuadros un elemento emocional, también se produce un enfriamiento, una distancia.» 10

En la segunda mitad del siglo XX la pintura se convierte en uno de los temas fundamentales del debate artístico. Tras el expresionismo abstracto americano con sus poéticas esencialistas (en España el informalismo ejerce un influjo semejante) aparecen diversos modos de enfriamiento de la imagen y de atención al contexto social y mediático en que se mueve el artista. Tanto para las transgresiones banalizadoras del pop como para las reflexiones lingüísticas del conceptual la fotografía se revela un soporte decisivo (aunque no el único). Una de las obras de Linchestein podría dar la clave de este proceso cuando reproduce el brochazo, que había sido emblema del informalismo y el expresionismo abstracto, fosilizado en una trama de puntos de las que subyacen a los dibujos impresos del comic. En ese gesto de referencia irónica a la pintura, tratada con el filtro gráfico y apropiacionista de Linchestein como si fuera uno más de los productos de las imprentas baratas, está resumida la superación de un paradigma artístico que Jameson hubiera calificado de moderno. Pero las soluciones al problema de la pintura vienen desde distintos frentes. Como tendencia general podría señalarse la búsqueda de una plasticidad global en la imagen frente a la plasticidad del medio pictórico, siempre asentada en la materia y el soporte. Es decir, más allá de las texturas y las formas de hacer propias de la figura del pintor se privilegian los aspectos de eficacia expresiva de la imagen a través del espacio, el formato o el contexto pragmático.
En España es Darío Villalba quien resuelve históricamente estas cuestiones en una obra que aún hoy sigue renovándose. Lleva a cabo una retracción receptiva de su labor artística que parte de ese asombro esencial ante la imagen. En la intervención pictórica sobre la fotografía existe una actitud de respeto casi religioso que él mismo ha enunciado en varias ocasiones. El diálogo con sus emblemas figurativos es cauteloso y reflexivo, el gesto de la pintura sólo irrumpe en escena tras una meditada voluntad lingüística. En la aludida fluctuación entre un impulso pictórico y otro fotográfico se hace patente la importancia de los símbolos y las imágenes-emblema. «Mis emblemas figurativos eran para mí la tentación de lo sublime, incluso un fantasma crítico en que me implicaba tanto cuanto más me ocultaba en él, llegando casi a no atreverme a participar. Las imágenes-emblemas eran tan sagradas que no podía transgredirlas» 11 .

Este rasgo permite proponer una lectura de su proceso creativo asentada en la recepción. Frente al accionismo expresionista, frente al énfasis en la propia voluntad creadora como manipulación material, lo que prima en la obra de Darío Villalba es una poética de la mirada en la revelación y el encuentro. Las imágenes son emanaciones de la experiencia, son ellas mismas experiencia. Esto permite comprender su voluntad de automatismo en la “recogida” fotográfica, su desinterés por la técnica en la medida en que ésta predetermina la imagen y supone artificio y control. Esa negativización del acto de pintar se encamina a dar cabida a lo azaroso. La casualidad  produce una imagen que es fruto de una parada en seco del flujo de lo real. En esa dialéctica se intenta no interferir la aparición de la imagen y el gesto. La analogía entre el gesto pictórico y el fotográfico se consuma como fijación del instante. «Darío Villalba ha llegado hasta la evanescencia al seguir el discurrir completo de los fluidos de la pintura. La pintura es, literalmente, instantánea: el soporte fotográfico refuerza (tautológicamente) ese carácter efímero e inquietante, negando, al mismo tiempo, su estatuto» 12 .

Sobre estos presupuestos quizá las obras que tenemos ahora la oportunidad de ver en Burgos sean una consumación de los principios de reflexión y azar que han caracterizado el desarrollo de toda su obra. En esto, de nuevo, hay que situar a Darío Villalba en un arte plenamente seducido por la plástica de la imagen. En sus obras el concepto pervive sutilmente como un núcleo operativo. No se impone por tanto un fenómeno meramente descontextualizador al modo duchampiano, sino que se persigue la solución final de una imagen autónoma e irreductible. En su obra se reúnen dos términos fundamentales que han sido teorizados y desarrollado por tradiciones diversas. El índex fotográfico y el gesto pictórico tienen en Darío Villalba una síntesis única. Al referirnos al gesto habría que trascender la definición restringida de Vilem Flusser y ampliar su sentido. Para Flusser, «El gesto es un movimiento del cuerpo, o de un instrumento unido a él, para el que no se da ninguna explicación causal satisfactoria» 13 . Los gestos de las obras aparecen más allá de la intención. No se trata tanto del protagonismo del gesto del artista en la pintura (en cierto tipo de pintura), sino que existe un gesto de la pintura, un gesto que es inherente a la relación de la materia con la superficie. Sería difícil establecer cómo se dosifica esa relación entre la intención y el azar, entre la mano del artista y la densidad de la materia que maneja, pero en ello reside la alquimia de una plástica de la imagen.

El índex como huella o transferencia mecánica de lo real, ha sido utilizado para hablar de la fotografía y el ready made 14 . Con índex se alude a la fijación de la imagen y a la capacidad de resumir retroactivamente en un solo cuadro una secuencia temporal. En él se recoge la incidencia  de algo pasado y por ello, como supo ver Phillipe Dubois, resulta un concepto articulador de la experiencia de la fotografía. «En términos tipológicos, eso significa que la fotografía está emparentada con esa categoría de “signos” entre los que se encuentra también el humo (indicio de un fuego), la sombra (indicio de una presencia), la cicatriz (marca de una herida), la ruina (vestigio de lo que ha estado ahí)...» 15

En la relación entre el indicio (el índex 16 de una acción) y el gesto se condensan las tensiones de esta nueva obra. Quizá fuera excesivo resumir en esa dialéctica una idea abarcadora de todo lo artístico, pero sí puede al menos situarse allí el origen de toda forma plástica. En definitiva, la plasticidad alude a ese discurrir solidificado de la materia sobre una superficie. Pocos artistas como Darío Villalba han decantado la pintura hacia el índex que había sido patrimonio de lo fotográfico, y la fotografía hacia el gesto, feudo tradicional de la pintura. Y esto lo consigue mediante esa inversión del acto artístico de la modernidad que describía Jameson, un acto artístico concebido como emanación de la voluntad del sujeto.

Como en las cicatrices sobre la piel, la disposición de los fragmentos y los restos esparcidos sobre el suelo recuerdan que hubo una violencia en su origen. Un origen que les da sentido en su condición de fragmentos y en sus relaciones espaciales. Las cosas tiradas, los trozos de tierra y los cascotes, los restos del naufragio, la herencia del caos, son la expresión máxima del gesto. En su pura forma retienen congelada la huella de la ira. Su casualidad es emanación de una causa incontrolada y, por ello mismo, resultan perfectos en su disposición, adecuados con la máxima fidelidad a la fuerza de la que proceden. El resultado de un movimiento azaroso es siempre testimonio e indicio. Esa caprichosa cartografía de restos representa el documento solidificado de un tiempo torrencial cuyo vestigio último es, por obligación, una forma. Si todo arte es el resultado de una acción, entonces existe un parentesco crucial con el efecto del azar o la violencia. Considerar “informalista” la pintura podría ser casi un contrasentido. Todo gesto es tiempo detenido. Todo gesto describe una forma. Los cortes sobre un lienzo o las salpicaduras alineadas en una nítida geometría centrífuga son en todo caso huellas precisas.

Darío Villalba vuelve a detener el tiempo en una nueva cepa de imágenes de una fuerza inesperada. Vuelve a detener el tiempo incluso para sí mismo, cuando ya su prestigio no necesita este esfuerzo. El paisaje Castellano ha vuelto a activar una vez más el infinito juego entre el azar y la captura del instante.

 
   
   
   
 
 
  © Víctor del Río 2010